Dos manzanas están sentadas en un tejado, una es verde, y la
otra es morada. No conocía manzanas moradas, le dice la primera a la segunda. Y
yo no conocía manzanas verdes, le responde la otra. Ambas se quedan calladas
una fracción de segundo. ¿A qué saben las manzanas verdes?... ¿Quieres
probar?.... Bueno. La manzana verde trata de acercarse a la otra, pero se
tropieza y empieza a rodar por entre las tejas, sin brazos o piernas que la
detengan, cae al piso, un humano la ve e inspecciona. Como está tan bella y
madura, le quita el polvo de la caída y se la va comiendo el resto de camino.
Creo que nunca sabré a qué sabe una manzana verde.
El arte es NADA, eso es lo que lo hace arte. Este blog existe para que disfrutemos de lo inútil de lo vacío, pero a la vez profundo, de inverosímiles paradojas y metafóricos encuentros con demonios o ángeles. Tambien para que gozemos flotando en almohadillas de aire y elevando nuestra mente hasta mundos de papayas parlantes y ratones fetichistas. Dejémonos llevar por el ridículo, el absurdo, lo surreal, lo subliminal, lo automático, lo cósmico. Déjate retorcer la cabeza
29 de noviembre de 2011
22 de noviembre de 2011
19 de noviembre de 2011
Un sueño premonitorio
El sueño fue, de hecho, muy simple. El hombre, que respondía
al nombre de Boris, se encontraba sentado en una banca al lado oeste del
parque, era de noche pero todo lo que necesitaba ver estaba iluminado. En
frente tenía un poste de luz que brillaba intensamente, sin embargo, no
detallaba mucho a cierta distancia, esto no fue problema ya que en sueños,
siempre tenía la certeza de dónde estaba y de la realidad de ese lugar.
No se movía, sólo estaba ahí sentado. De repente, un gato
blanco cayó del cielo, tenía una mancha gris alrededor del ojo izquierdo y un
par de alas como de paloma ¡NO HABÍA CAÍDO, HABÍA ATERRIZADO! El hombre pensó:
"Ya estamos en temporada de gatos voladores". Por su parte, el felino
fijó la mirada en el sujeto al frente suyo y se mantuvo un largo rato. El
profundo silencio que había invadido la atmósfera se vio interrumpido por la
llegada de una chica. Se trataba de una hermosa mona de ojos azules, con su
lacia cabellera hasta las rodillas y un cutis pálido que cubría su sensual
cuerpo curvilíneo. En pocas palabras, una mona de ensueño.
El hombre a duras penas tragó saliva, gesto que repitió su
cuerpo, que estaba saliendo del trance. Se aferró a la trama cinematográfica de
su sueño (del que ya era consciente), esperando poder probar semejante belleza,
y cuando la chica se le aproximó, invadiéndole la mirada con la propia, y
estando a milímetros de besarlo... despertó.
Boris era un genio para la mecánica y algunas otras
ciencias, pero un desastre con las mujeres, por eso, en aquella ocasión sintió
cómo la frustración recorría su cuerpo a 180 palpitaciones por minuto, y quiso
con sus débiles puños despedazar la almohada.
Se logró calmar mas no podía sacar el sueño de su cabeza,
todo el día lo ocupó, tanto que no pudo ejecutar ninguna de sus labores en la
empresa y fue regresado a casa, "suspendido una semana por riesgos en su
salud mental". Camino a casa pasó por el parque, ese mismo parque, y
recordó que en alguna ocasión le habían comentado que los sueños podían ser
premonitorios. Cargado de escepticismo pero conducido por una curiosidad
científica, se detuvo y se sentó en la banca del lado oeste, no tenía nadie
alrededor y en frente pudo ver un poste con los faros encendidos. Permaneció
sentado ahí por horas, pensando por momentos "¡Qué gran bobada!" o
"¿Qué tal que suceda algo?"... Y nada ocurrió.
Sin embargo, al otro día desde que despertó notó un detalle,
en el sueño había un gato alado. "Eso no es posible, al menos no en este
universo" se dijo. Recordó que la vecina tenía un gato blanco, parecido al
que había visto, aunque con la mancha en el ojo derecho. Con sólo abrir una
lata de atún, le fue fácil capturarlo en una caja de cartón. Se retiró a un
cuartico diminuto de su apartamento donde tenía toda clase de viejos aparatos y
juguetes, sacó una especie de pajarito mecánico que funcionaba con una
manivela, lo desatornilló aquí y allá y sus dos alas se salieron del cuerpo.
Tomó unas correas y las usó para unir, con mucha dificultad, las alas al gato,
lo devolvió a la caja y lo selló.
Salió de su casa con la caja debajo de un brazo y un carrete
de alambre en el otro. Cuando llegó al parque, se fijó que nadie lo estuviera
viendo, clavó cuidadosamente unas argollas en el pavimento y en el poste e hizo
que el alambre pasara por ellas. Sobre el farol puso la caja que contenía el
gato y en una esquina le anudó el alambre.
La noche cayó cuando terminaba su labor, pero pudo prepararlo
todo con un cálculo exquisito. Se sentó en la banca con un extremo del alambre
atado al dedo índice y esperó. El farol estaba prendido, todo lo que necesitaba
ver estaba iluminado. El hombre empezó a contar 100... 99... 98... y a medida
que lo hacía se ponía más y más nervioso. Cuando llegó a 1, hizo un gesto
rápido con la mano, el alambre se tensionó desde su puesto hasta el tope del
poste y la caja se abrió. Un destello de luz invadió el contenedor haciendo que
el gato saltara, las alas plásticas se desplegaron y el gato cayó en frente de
él. Lo miró por unos segundos, pero volteó y corrió en sentido opuesto.
El hombre apresurandose miró a la izquierda y no vio nada,
luego a la derecha y pudo ver que de entre la penumbra se le acercaba un cuerpo
majestuoso, se trataba de una morena de curvas pronunciadísimas y un cabello
corto de espectaculares rizos. El hombre a duras penas pudo tragar saliva antes
de que la mujer se le sentara al lado, invadiendo su mirada con la propia, y
dijera con una sonrisa pícara incrustada en sus labios de ébano: "Debe ser
temporada de gatos voladores".
10 de noviembre de 2011
Las delicias del señor Pretel
El hombre se sentó al lado de la ventana que daba a la
calle. No tenía muchas opciones, ya que en la cafetería, que alcanzaba un metro
de ancho y dos de profundidad, únicamente había
esa solitaria mesa con tocados en
oro chino y sus dos bancas acolchadas de mínima altura. Sacó un largo
cigarrillo azul y lo prendió con su encendedor zippo plateado.
El mesero se acercó, proceso que no debía tomar mucho en tan
poco espacio, pero que pareció gastar horas enteras. “El chico es un poco
lento” pensó lo obvio el hombre, mientras detallaba todos los cuadros que
estaban colgados en la pared, una gorda, una jirafa, un sujeto barbudo, una
morsa, y así sucesivamente, todos en la única mesa y con un descomunal plato de
comida en frente. Estaba muy intrigado por el contenido de las pinturas.
--¿Quién pintó estos cuadros?—preguntó
--El… se… ñor… Pre… tel-- lo curioso es que el hombre
permaneció atento todo el tiempo que duró esa sencilla frase en
ser pronunciada
--¿Y quien es ese tal señor Pastel?—
--Pre...tel… por…fa…vor…no…ha…ble…tan…rá…pi…do—mientras
respondía, se volteó y se retiró, desapareció.
El hombre seguía un poco desconcertado con aquel joven, no
notaba que no había podido ordenar, dejó
caer su peso sobre la espalda baja y continuó extrayendo sabor de su cigarro.
En ese momento, la puerta se abrió y alguien entró, se trataba
de un gigantesco pájaro amarillo, posiblemente un pollo, llevaba un corbatín
rojo y gafas Ray Ban. Si a ese país hubiera llegado el azote del capitalismo,
el hombre reiría con la referencia a Plaza Sésamo, pero no fue así.
A medida que el humo ocupaba el lugar, la enorme ave empezó
a toser, como reclamándole algo al hombre, él levantó la mirada.
--¿Tiene algún problema caballero?—preguntó el hombre
--De hecho sí, no me gusta mi comida llena de hollín—
--No debió haberse sentado a mi lado entonces—
--Créame, que lo tuve que pensar dos veces a penas lo vi—
El hombre sonrió, estaba reconociendo en su mente la ironía
de la situación
--¿Le parezco desagradable de alguna forma?—
Silencio.
--Pues usted es un pájaro gigante—continuó --si hubiera
llegado primero, yo ni consideraría sentarme—
Su interlocutor amarillo resopló y sacó un periódico, lo abrió
de par en par y comenzó a leerlo. El hombre, entonces, bajó la mirada y notó
que en la mesa había un par de velas, un servilletero, sal, pimienta, orégano; todo estaba configurado de maravilla (cosa
extraña, por supuesto, ya que el mesero, que hace poco se había movido como un
scargot crudo, debió ir y venir increíblemente rápido y sigiloso). El hombre
giró la cabeza pero no vio al chico así que se volvió hacia su compañero.
--Pero en serio, es muy raro ver a un pájaro de su tamaño
por ahí, nunca lo había visto, ¿es usted alguna especie de mutante o algo?—
--¡Qué insolente! criatura, cómo te atreves, gusano… Llamarme
a mí mutante… Si soy el profesor Hernández, de la universidad más prestigiosa
del país, me imagino que usted ni sabe cual es esa… Si algo, usted es la
criatura extraña aquí, ¿acaso es un mono?... sí un mono, huele como uno, y
tiene la mirada como uno, pero está todo afeitado, ¡uish! Que desagradables
ustedes los jóvenes y sus nuevas modas…
Dio la impresión en ese momento, de que el discurso se
extendería por horas, y una vena gorda se le estaba luciendo en la frente al
hombre. Afortunadamente, el mesero interrumpió, llevaba un plato en brazos, lo
puso en la mesa y dijo: “a…quí…es…tá…lo…su…yo”
El hombre y el pájaro contuvieron la respiración y miraron
el plato en medio de ellos, tenía toda clase de cuchillos, unos pequeños como
palillos pero increíblemente puntiagudos, otros grandes y largos como katanas,
unos gruesos cual hachas, cerca de unos 20 cuchillos todos diferentes pero bien
afilados.
Permanecieron así un segundo, luego cruzaron miradas estupefactos,
ambos eran muy ingenuos como para darse cuenta de en lo que se habían metido,
en realidad, a nadie que entra a ese restaurante se le advierte lo que ha de
suceder.
Sólo fue necesario que a uno de los dos se le sacudiera un
poco el hombro, para que ambos saltaran impulsados por un instinto animal del
cual ni siquiera eran conscientes, él tomó un hacha dentada y el pájaro dos
cuchillos angostos, levantaron los brazos y empezaron a luchar. Cada quién
buscaba llevar el otro a muerte. El tranquilo lugar se convirtió en un
espectáculo sangriento, volaban plumas y sudor por doquier. Se escuchaban
resonar por toda la habitación grotescos y salvajes sonidos.
Simultáneamente a la barbarie, el mesero, que había
disfrutado pintar esos eventos desde el primer día en que fundó el restaurante,
sacó su caballete, un bastidor nuevecito y blanco como él sólo, un taburete
mediano, y una mesita. En la mesita puso una caja de cartón con óleos de varios
colores, un tarro de aceite, otro de trementina y un juego de pinceles. Se sentó y disfrutó el
desenlace de los eventos.
El nuevo cuadro se titularía: el profesor Hernández y su
almuerzo.
7 de noviembre de 2011
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