10 de noviembre de 2011

Las delicias del señor Pretel


El hombre se sentó al lado de la ventana que daba a la calle. No tenía muchas opciones, ya que en la cafetería, que alcanzaba un metro de ancho y dos de profundidad, únicamente había  esa solitaria mesa  con tocados en oro chino y sus dos bancas acolchadas de mínima altura. Sacó un largo cigarrillo azul y lo prendió con su encendedor zippo plateado.

El mesero se acercó, proceso que no debía tomar mucho en tan poco espacio, pero que pareció gastar horas enteras. “El chico es un poco lento” pensó lo obvio el hombre, mientras detallaba todos los cuadros que estaban colgados en la pared, una gorda, una jirafa, un sujeto barbudo, una morsa, y así sucesivamente, todos en la única mesa y con un descomunal plato de comida en frente. Estaba muy intrigado por el contenido de las pinturas.

--¿Quién pintó estos cuadros?—preguntó

--El… se… ñor… Pre… tel-- lo curioso es que el hombre permaneció  atento  todo el tiempo que duró esa sencilla frase en ser  pronunciada

--¿Y quien es ese tal señor Pastel?—

--Pre...tel… por…fa…vor…no…ha…ble…tan…rá…pi…do—mientras respondía, se volteó y se retiró, desapareció.

El hombre seguía un poco desconcertado con aquel joven, no notaba  que no había podido ordenar, dejó caer su peso sobre la espalda baja y continuó extrayendo sabor de su cigarro.

En ese momento, la puerta se abrió y alguien entró, se trataba de un gigantesco pájaro amarillo, posiblemente un pollo, llevaba un corbatín rojo y gafas Ray Ban. Si a ese país hubiera llegado el azote del capitalismo, el hombre reiría con la referencia a Plaza Sésamo, pero no fue así.

A medida que el humo ocupaba el lugar, la enorme ave empezó a toser, como reclamándole algo al hombre, él levantó la mirada.

--¿Tiene algún problema caballero?—preguntó el hombre

--De hecho sí, no me gusta mi comida llena de hollín—

--No debió haberse sentado a mi lado entonces—

--Créame, que lo tuve que pensar dos veces a penas lo vi—

El hombre sonrió, estaba reconociendo en su mente la ironía de la situación

--¿Le parezco desagradable de alguna forma?—

Silencio.

--Pues usted es un pájaro gigante—continuó --si hubiera llegado primero, yo ni consideraría sentarme—

Su interlocutor amarillo resopló y sacó un periódico, lo abrió de par en par y comenzó a leerlo. El hombre, entonces, bajó la mirada y notó que en la mesa había un par de velas, un servilletero, sal, pimienta, orégano;  todo estaba configurado de maravilla (cosa extraña, por supuesto, ya que el mesero, que hace poco se había movido como un scargot crudo, debió ir y venir increíblemente rápido y sigiloso). El hombre giró la cabeza pero no vio al chico así que se volvió hacia su compañero.

--Pero en serio, es muy raro ver a un pájaro de su tamaño por ahí, nunca lo había visto, ¿es usted alguna especie de mutante o algo?—

--¡Qué insolente! criatura, cómo te atreves, gusano… Llamarme a mí mutante… Si soy el profesor Hernández, de la universidad más prestigiosa del país, me imagino que usted ni sabe cual es esa… Si algo, usted es la criatura extraña aquí, ¿acaso es un mono?... sí un mono, huele como uno, y tiene la mirada como uno, pero está todo afeitado, ¡uish! Que desagradables ustedes los jóvenes y sus nuevas modas…

Dio la impresión en ese momento, de que el discurso se extendería por horas, y una vena gorda se le estaba luciendo en la frente al hombre. Afortunadamente, el mesero interrumpió, llevaba un plato en brazos, lo puso en la mesa y dijo: “a…quí…es…tá…lo…su…yo”

El hombre y el pájaro contuvieron la respiración y miraron el plato en medio de ellos, tenía toda clase de cuchillos, unos pequeños como palillos pero increíblemente puntiagudos, otros grandes y largos como katanas, unos gruesos cual hachas, cerca de unos 20 cuchillos todos diferentes pero bien afilados. 

Permanecieron así un segundo, luego cruzaron miradas estupefactos, ambos eran muy ingenuos como para darse cuenta de en lo que se habían metido, en realidad, a nadie que entra a ese restaurante se le advierte lo que ha de suceder.

Sólo fue necesario que a uno de los dos se le sacudiera un poco el hombro, para que ambos saltaran impulsados por un instinto animal del cual ni siquiera eran conscientes, él tomó un hacha dentada y el pájaro dos cuchillos angostos, levantaron los brazos y empezaron a luchar. Cada quién buscaba llevar el otro a muerte. El tranquilo lugar se convirtió en un espectáculo sangriento, volaban plumas y sudor por doquier. Se escuchaban resonar por toda la habitación grotescos y salvajes sonidos.

Simultáneamente a la barbarie, el mesero, que había disfrutado pintar esos eventos desde el primer día en que fundó el restaurante, sacó su caballete, un bastidor nuevecito y blanco como él sólo, un taburete mediano, y una mesita. En la mesita puso una caja de cartón con óleos de varios colores, un tarro de aceite, otro de trementina y  un juego de pinceles. Se sentó y disfrutó el desenlace de los eventos.

El nuevo cuadro se titularía: el profesor Hernández y su almuerzo.

1 comentario:

  1. Me gusta y mucho!! Los susurros a la imaginación, lo no dicho y la historia entera!! :)

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