Desde sus primeros años de vida, tuvo una gran dificultad, o
al menos algo que para la sociedad sí lo era, se trataba de su pésima caligrafía,
era completamente incapaz de manejar las letras cursivas del español, y por lo
tanto sus trabajos eran menospreciados o rechazados por esos vasallos de la
academia.
Debido a este problema, a muy temprana edad, los profesores
le asignaron la tarea de hacer planas, repetir una y otra vez en un cuaderno la
misma palabra hasta que ésta saliera bien. Lo hizo desde entonces, todas
las noches, en un principio obligado por sus padres, pero a medida que creció y
se convirtió en un adolescente, se apoderó de la obsesión como si fuera propia.
Hubo muchas ocasiones en que se rehusó a salir con sus amigos porque debía
corregir su ritmo, o se perdió el estreno de alguna película porque las letras
altas no alcanzaban la misma altura. Y cuando no le quedaban más hojas,
compraba un cuaderno nuevo y seguía.
Así fue su vida hasta llegar a aproximadamente los 20 años,
en esos días, logró escribir la palabra con una letra que le satisfizo el gusto,
había logrado exactamente lo que la profesora de tercero de primaria pedía,
además, quedaba sólo una hoja vacía en todo el cuaderno. La arrancó y con una pluma
comenzó el trazó, lo hizo de la forma más estilizada posible, hizo los giros
que debía en el momento que debía, las líneas verticales con una perfecta inclinación
de 90 grados, pero sin descuidar los ágiles movimientos curvos que se enroscaban
para describir la más sublime perfección de un grafo. En esa ocasión repitió
por última vez la palabra “Adiós”. Con una sonrisa irónica decorándole el
rostro, abrió el cajón a su derecha, y vio el revólver que ahí ocultaba, lo tomó
y se disparó en la cabeza.
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